lunes, 21 de octubre de 2019

El autobús de Halloween. Primera parte

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© 2019 Rocío Cumplido #cuentoHalloween 

EL AUTOBÚS DE HALLOWEEN. PRIMERA PARTE

Nuestra historia comienza, en una noche algo parecida a esta. Aquella noche en particular, las estrellas se ocultaban tras un escudo de nubes negras. Los truenos parecían estar muy lejos. Sin embargo, los rayos ya iluminaban las oscuras calles del pueblo.

 Y es que hoy, al igual que entonces, solo faltan unos segundos para que llegue la media noche. En ese momento será 31 de octubre y los engranajes del reloj volverán a girar.

 — ¿Puedes oírlas ya?

Esas son las campanas de la vieja iglesia. Están tocando su “din, don, dan” y todo vuelve a empezar.

A estas horas Santa Claus ya ha enviado al hombre del saco, la lista de los niños y niñas que han sido malos. Los cuervos se esconden entre las ramas de los árboles medio secos. Saben que el autobús de Halloween no está lejos.

Din, don, las campanas sonaron.
Ya es media noche,
todo ha empezado.
¿Has sido malo?
¡Qué mala suerte!
¡El autobús de Halloween viene a recogerte!

Una enorme sombra oscureció por completo la habitación de Adán mientras este dormía como un lirón. Era la primera vez en tres meses que Ángela, su hermana pequeña, no lo despertaba en medio de la noche llorando.


Quizás por eso no se percató de cómo el acolchado edredón que lo arropaba, se deslizaba solo hacía los pies de su cama, destapándolo.

Tampoco se percató de que, en contra de su voluntad, se había incorporado hacia adelante para después  girarse.

Fue el tacto de sus pies descalzos sobre el frío mármol lo que lo hizo despertarse; pero ya era demasiado tarde: estaba bajo el embrujo de la noche de Halloween.

— ¡Que me está pasando!— gritó el chico desesperado. — ¡Mamá! ¡Papá!, ¡ayudadme!

Pero ninguno de ellos acudió corriendo para salvarlo y con razón:

En cuanto sonó la última campanada; todos los adultos y los que están en la lista de niños y niñas que han sido buenos, se quedaron congelados en el tiempo.

Intentó luchar contra la fuerza invisible que movía sus piernas hacia el otro extremo de su cuarto. — Voy a chocar contra la ventana y entonces despertaré. — susurro el iluso chico, con la esperanza de que todo eso, no fuera más que un sueño vivido.

Fue entonces cuando la ventana de su cuarto se abrió de par en par, dejando entrar el frío de un otoño que había llegado un mes más tarde de lo normal.

— No, no, no, no, no ¡por favor!— suplicó entre lágrimas, al ver como su cuerpo le obligaba a sentarse al borde de la ventana. Entonces cerró los ojos y esperó su fin. Había cinco pisos entre él y el asfalto y solo un milagro podría salvarlo.

Al abrir los ojos vio como dos enormes faros volaban a toda velocidad hacía el. — ¿Un platillo volante va a rescatarme?

A tan solo dos metros de distancia, el OVNI frenó en seco y  giro racheando sobre su izquierda alineando la puerta de entrada con la ventana. No era un platillo volante, era un autobús y no venía a rescatarlo.

Sujeto a la puerta de ese autobús flotante, había un hombre flacucho y de piel grisácea.

— ¿Eres A. Bastián?— preguntó sujetándose con fuerza a la barra de seguridad.
Adán no quería asentir; pero algo en su interior le dijo que era inútil mentir.

— Buen chico— afirmó el engendro sonriendo. Parecía que sabía que no le quedaba más remedio. — Tu nombre está en la lista de los que no han sido buenos, así que  vamos para adentro y toma asiento.

De repente el hombre lanzó un saco sobre Adán y lo atrapó dentro.

— ¡Sácame de aquí!, ¡sácame por favor!— gritó el chico a pleno pulmón.

Adán, al notar que había recuperado el control de su cuerpo; intentó salir del saco pataleando. Al comprobar que no surtía ningún efecto trató de arañarlo, pero fue inútil y encima perdió dos uñas de la mano derecha.

Unos segundos después, sintió como su cuerpo chocaba contra algo duro y pringoso. Se acomodó en lo que  parecía ser un asiento y dejó de patalear.
El saco empezó a desintegrarse, convirtiéndose en cenizas. Algunas de ellas se pegaron a la camiseta de su pijama, formando la palabra Malo encima del dibujo de spiderman.

En ese momento, siete cinturones de seguridad salieron de su asiento atrapándolo. No podía moverse y mira que lo intentó.

— Deja de moverte ya— le regañó el hombre. — Si continuas así, los cinturones te apretaran cada vez más y no quieres dejar de respirar, ¿verdad?

Con una malévola sonrisa triunfante, le dio la espalda a Adán. — Buen chico— susurró, — aunque no lo suficiente.

Cojeando, el extraño ser llegó hasta el asiento del conductor y sin ni siquiera girar la llave, arrancó el motor del autobús.

Antes de que pudiera pestañear, estaban volando entre el escudo de nubes sin más iluminación que los rayos que cruzaban amenazantes el cielo. En un momento dado, el conductor encendió el botón del micrófono con una de sus mugrientas uñas.

— ¡Buenas noches pequeños traviesos!

 Aunque su voz intentaba sonar animada; daba incluso más miedo. — ¡Nos toca decir “Hola” de nuevo!; pero por ser la última vez lo diré todo más rápido. Así volveréis enseguida a vuestros lamentos y llantos.


En la noche de Halloween,
la más perfecta,
Santa Claus manda una carta
y todo empieza.
El viejo barbudo está harto de niños malos,
que solo se portan bien dos días al año.
¡Se merecen un castigo!
¡No un regalo!
Por eso esta noche, ante el hombre del saco,
tendréis que demostrar que no sois tan malos.
Si lo hacéis bien,
¡genial, volvéis a casa!
Y si no…
os convertiréis en alguien como yo.
¡No soy tan feo!
¿Verdad que no?
Ahora relajaos en vuestras sillas,
mi nombre es Manzana Podrida
y seré vuestro guía en esta pesadilla.


Sintiendo el rechinar de sus dientes, Adán procuró controlar sus movimientos. Los cinturones le estaban dejando marcas por todo el cuerpo.

— ¿Santa Claus me ha hecho esto?

Sin aún creérselo del todo, pasaron por su mente los recuerdos de la última navidad, cuando sus padres le anunciaron que por fin tendría esa hermana o hermano, que tanto había pedido en sus cartas al hombre del traje rojo y la barba.

Eso fue el año pasado y entonces Adán Bastián tenía nueve años. Se supone que ya no debería creer en esas cosas. Sus compañeros del colegio por ejemplo, habían dejado de creer hace mucho tiempo; pero él se resistía a hacerlo:

— No quieras crecer demasiado rápido — solía decirle su abuelo. — el tiempo vuela cuando eres pequeño y  antes de darte cuenta, dejarás de serlo.

Adán estaba tan ensimismado en sus pensamientos, que no se dio cuenta que alguien le pegaba una patada en la pierna. La niña de cinco años que estaba sentada a su lado  le dio  otra vez, más fuerte. — ¡A ver si esta vez tengo suerte!

Y la tuvo…

—  ¡¿Pero qué pasa contigo?!— gritó, aunque al momento se arrepintió.

Se notaba que la pequeña había estado llorando a mares. Adán no pudo ni distinguir el color real de sus ojos, ya que se habían vuelto de un tono rojo sangre.

— ¿Sabes dónde está mi mamá?— preguntó con un hilo de voz. — ¡Quiero volver con ella!

Adán negó con la cabeza, preguntándose que cosa tan mala podría haber hecho una niña tan pequeña.

— ¿Cómo te llamas?— preguntó.

— Emily— respondió la pequeña entre sollozos.

Usando algunos trucos de hermano mayor, intentó hacer sonreír a Emily. En su interior, aún tenía la esperanza  de que todo lo que le estaba pasando, no fuera más que un sueño muy, muy raro.

— ¡Eres un payaso!— afirmó la niña al cabo de un rato.

— ¡Ejem, ejem!

 Al estirar un poco el cuello, Adán descubrió que  Manzana Podrida había activado de nuevo el micrófono.

— Estamos a punto de llegar pequeños traviesos y os aconsejo, que os agarrareis a vuestra silla bien fuerte, si no queréis perder los dientes.

En cuanto apagó el micrófono Adán sintió un vuelco en el estómago. El autobús de Halloween caía en picado y parecía que nadie lo estaba controlando. Aterrados, todos y cada uno de los niños “malos” cerraron los ojos pensando que no iban a sobrevivir; pero si lo hicieron.

A solo dos metros de convertirse en papilla, el autobús frenó en seco y aterrizó suavemente en el suelo.

Entonces los cinturones de seguridad liberaron a sus prisioneros:

— Formad una línea y salid, ¡vamos!— gritó Manzana Podrida abriendo la puerta.

Con el susto aún en el cuerpo los niños obedecieron. Emily caminaba detrás de Adán agarrada a su camiseta.

— ¡Oye!— exclamó la niña al darse cuenta. — ¡Tu no me has dicho tu nombre!, ¿cuál es?

— ¿Cuál es… qué?

— ¡Tu nombre!— repitió impaciente.

— A… A… Adán — dijo finalmente recuperando la voz.

Por fin estaban fuera del autobús  y frente a ellos se alzaba, boca abajo, un castillo imposiblemente grande.

— Vale…, definitivamente no estoy soñando— aceptó al fin. — Mi imaginación no da para tanto.

Continuara…
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