lunes, 25 de noviembre de 2019

El autobús de Halloween. Segunda parte

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Rocío Cumplido (c) 2019 #cuentoHalloween


EL AUTOBÚS DE HALLOWEEN. SEGUNDA PARTE.

Adán sólo consintió soltarle la mano a Emily cuando llegó el momento de entrar al castillo.

— ¡Sujetaos a la cadena si queréis seguir de una pieza!— aconsejo Manzana Podrida sano y salvo, desde el otro lado.

La semana anterior, en clase, el profesor de Adán  había explicado que en  la edad media; algunos castillos estaban rodeados por un río y debían cruzarse a través de un puente levadizo.

— No estaría de más actualizar los libros de historia— pensó el chico mirando con terror hacia abajo.

Bajo sus pies, débilmente apoyados en una roca, solo había un precipicio del que subía hacia arriba el viento.

— No mires hacia abajo Emily.

Intentando seguir su propio consejo,  Adán saltó hacia la ventana de entrada.

Una vez dentro, los chicos se dieron cuenta de que no era solo el  exterior del castillo. En el interior las mesas, los espejos, las estanterías, ¡nada estaba donde debería!

— ¿Por qué está todo del revés?—  preguntó Emily  a su nuevo amigo, mientras esquivaba una lámpara de araña que desafiaba las leyes de la gravedad.

— No lo sé — admitió Adán.

La pequeña paró en seco y lo miró incrédula:

— ¡Yo creía que los mayores lo sabíais todo!
— No soy un adulto— alegó el muchacho. — Solo soy un poco mayor que tú.

Emily se quedó muy callada durante unos segundos cuando de repente, se le ocurrió una idea muy atrevida:

— ¿Cómo de mayor será Manzana Podrida?— preguntó dando un pequeño saltito para averiguar dónde estaba el susodicho.

— No estoy seguro — afirmó el chico. — Aunque por lo que dijo en el autobús, está aquí desde que era un niño.

Adán al ser más alto, distinguía perfectamente a Manzana Podrida. La capucha que antes le cubría la cabeza,  descansaba ahora sobre su espalda, lo que le permitió distinguir cada uno de los huesos de su blanquecino cráneo.

— Creo que eso fue hace mucho, mucho tiempo— dedujo al contar los cuatro pelos negros que le quedaban en la cabeza al engendro.

— ¡Eso es perfecto!— exclamo la niña soltando la mano de Adán.

Emily corrió entre las filas de niños asustados hasta alcanzar a Manzana Podrida.

— ¡Mira por donde pisas!— le gritó a la niña cuando está casi aplasta a un bicho. — ¡Esa es la araña favorita del rey de las pesadillas!

— ¿Por qué está todo del revés?— preguntó Emily sin disculparse. — ¿Por qué estamos andando por el techo, en vez de ir por el suelo?, ¿por qué están las sillas ahí arriba?, ¿por qué el nido de ese cuervo está boca abajo?, ¿por qué esto?, ¿por qué aquello?, ¿por qué?, ¡¿por qué?! ¡¿POR QUÉ!?

Harto de tanto griterío, Manzana Podrida la cogió del camisón y la  levantó, haciendo que se le callera una de sus zapatillas. Ahora ambos estaban a la misma altura. Emily pudo sentir la nada en los ojos vacíos del monstruo. Dentro de ellos no había amor, ni esperanza, ni ilusión, solo… nada.

— Ahora entiendo por qué no estabas en la lista de niños buenos.

— ¡Suéltala!— gritó Adán dándole una patada.

Manzana Podrida soltó a Emily y está calló al suelo de espaldas.

— ¿Estás bien? — preguntó Adán ayudando a la pequeña a incorporarse.

— ¿Pero tú que problema tienes?— gritó el chico enfrentándolo. — ¡No puedes tratar así a una niña!

La risa de Manzana Podrida resonó por todo el pasillo, haciendo temblar el agua de una pecera que cómo todo lo demás, desafiaba el orden natural.

— Siempre y cuando el daño no sea permanente, puedo haceros temblar hasta los dientes.

Con algo de esfuerzo el engendro se inclinó para recoger la zapatilla y se la ofreció a Adán, en vez de a la niña.  El chico tembloroso, alargó la mano para cogerla y entonces este le atrapó del brazo y lo acercó bruscamente para susurrarle al oído.

— Si el hombre del saco te considera malo en su sentencia, serás mío y haré que vivas en una pesadilla eterna.

Manzana Podrida soltó a Adán del brazo y de un empujó obligó a los niños a volver a ponerse en la fila.

Continuaron caminando durante un buen rato más, en completo silencio. Todos los niños habían escuchado las palabras de Manzana Podrida y nadie quería arriesgarse a hacerle enfadar.

En un momento dado, el espeluznante guía paró en seco haciendo que unas hermanas gemelas chocaran contra él. Sin disculparse por no haber avisado, rodeo con sus arrugadas manos uno de los tiradores de oro macizó; para luego dar un gran empujón hacía adelante y abrirla.

Mejor dicho…, intentar abrirla.

Adán calculó que la puerta debía pesar unas cuantas toneladas. En un lado tenía grabados de árboles secos y en el otro; pinos frondosos cómo el que su abuelo les trae a casa cada navidad, aunque estos no tenían adornos.

En lo más alto, uniendo ambos lados, había grabado un reloj de arena. No obstante, el detalle que llamó la atención del muchacho, no fue el hecho de que contuviera arena de verdad, si no que esta no caía hacía abajo.

Tras el enésimo intento Manzana Podrida consiguió abrir la puerta, haciendo que el reloj se dividiera por la mitad; pero su contenido seguía inmóvil e intacto.

— Ahora entrad— ordenó casi sin aliento. — Seguid el camino hacia la derecha y sentaos en la silla que pone vuestro nombre.

Al entrar, las caras de miedo se mezclaron con las de asombro. Tal y como les había adelantado Manzana Podrida, todos los niños iban a enfrentarse a un juicio. Sin embargo, no había mencionado que tendría lugar en una sala sin ventanas, donde la única luz procedía de unas antorchas llenas de polvo y telarañas.

— ¡No me dejes sola!— exclamó la niña tirando de la mano de Adán. El chico miró el nombre del asiento que tenía justo al lado. “E. Cabret”.

— ¿Ese es tu nombre?

La pequeña asintió sin apartar la vista del suelo, cómo si no mirando el asiento, pudiera hacerlo desaparecer.

Adán se arrodilló para que pudiera mirarle a los ojos. Esto  obligó a algunos niños a esquivarlos para seguir buscando su asiento.

— Te prometo que no voy a perderte de vista— le aseguró secándole una lágrima. — Esté donde esté, siempre te tendré a las seis.

Rápidamente, Adán le explicó que esa era la frase que solía usar su padre cuando el chico tenía miedo.

“Te tengo a las seis” le dijo la primera vez que montó en bici sin los ruedines. También su primer día en primaria y la última vez, hace tres meses, cuando cogió en brazos a su hermana.

— Aunque no me veas estaré ahí, siempre.

Algo más tranquila, Emily se sentó en su silla y Adán siguió la fila de niños para buscar la suya.

No tardó mucho en encontrarla y afortunadamente estaba lo bastante cerca cómo para no perder de vista a Emily.

En cuanto estuvieron todos sentados sonaron tres campanadas.

— Todo va a salir bien— pensó Adán.

Envueltos en un torbellino de humo negro, aparecieron siete engendros más y se sentaron en una hilera de sillas, que estaban dispuestas en un pedestal justo enfrente del grupo de niños.

— Todo va a salir bien— volvió a repetirse.
En medio de la sala emergió una silla decorada con cadenas, de las que colgaban los mismos cinturones que los habían mantenido inmóviles en el autobús.

— Todo tiene que salir bien.

Adán podía sentir de nuevo el rechinar de sus dientes e intentó controlarlo.

— Solo tengo que demostrar que he sido bueno — se dijo, intentando convencerse a sí mismo.

Y la verdad era que en los últimos meses, Adán había sido excepcionalmente bueno, más de lo que podría esperarse en un niño de su edad.  Todos creían que se debía a su nuevo roll de hermano mayor, aunque eso no era del todo cierto. Algo había cambiado en casa; pero su padre le había prohibido hablar de ello con nadie más.

“No te preocupes, pronto todo volverá a la normalidad”

De repente se formó de nuevo un remolino de humo negro; pero este era diferente. Llegaba del suelo al techo y escupía rayos contra las paredes. Un niño de pelo rojizo, que no debía de tener más de siete años, tuvo que agacharse para esquivarlos.

Gracias a la iluminación de los rayos, Adán pudo ver mejor  el torbellino y lo que estaba pasando dentro de este.

— ¿Quién es ese?— se preguntó al distinguir una figura masculina dentro.

 “Soy la pesadilla que olvidas al despertar” respondió una voz contestando a su pregunta. Aunque Adán no lo había formulado en voz alta.

La figura se dejó al fin ver, dando un solo paso hacia delante,  disolviendo a la vez el torbellino.

Los ojos del rey de las pesadillas tardaron muy poco en acostumbrarse a la nueva iluminación y,  con deleite, observó como se dibujaba el horror en todas y cada uno de los pequeños rostros que lo miraban.

Este era su trabajo, la misión que le habían asignado hacía siglos. Ser el otro lado de la balanza. Ser quién castigue la maldad, mientras su hermano Claus se llena de gloria premiando la bondad.

— Si este debe ser mi trabajo— pensó mientras andaba hacía su trono de rey y juez. — ¿Por qué no divertirme un poco mientras lo hago?

Al sentarse, acarició con suavidad las imágenes de cuervos que adornaban los reposabrazos.

Otro año más, tendría que escuchar con paciencia, las excusas de los niños “malos” que según ellos justificaban sus actos durante ese año.

De vez en cuando dejaba volver a un niño o niña a casa, solo porque su explicación le había hecho gracia; pero también había encerrado en el castillo a quién había dicho la verdad, solo porque había escuchado la misma excusa mil veces o más.

Decidido a dar comienzo, cogió el mazo de la mesita que tenía justo a su derecha y dio tres golpes en la mesa:

“Soy la pesadilla que olvidas justo al despertar,
el rey de los malos sueños,
el amo de la oscuridad.


He tenido muchos nombres,
Casi todos ya olvidados;
pero uno ha persistido.


Y ese es…

¡El hombre del saco!

Tenéis hasta que caiga la arena para demostrar que sois buenos,
en tal caso mañana creeréis que todo esto ha sido solo un sueño.


Pero si no lográis convencerme…

La pesadilla no habrá hecho más que empezar,
os quedareis aquí para siempre,
os convertiréis en un siervo más.”

Nadie se había dado cuenta; pero Manzana Podrida estaba en el centro de la sala con un pergamino entre las manos. Al escuchar el inconfundible sonido de su tos, todos los niños y niñas acusados esa noche, desviaron la mirada de la malévola sonrisa del macabro juez y le prestaron atención.

El engendro dijo el primer nombre de la lista. Era el nombre del niño que tuvo que agacharse para que no le alcanzara el rayo y al sentarse en la silla los cinturones lo atraparon.

Intentando controlar el temblor de su voz, el chico explicó que no había sido idea suya asustar al perro de su vecino con los petardos. Si no que fueron unos matones de su colegio, quienes le obligaron ha hacerlo.

Afortunadamente el hombre del saco le creyó y exculpó, al  igual que a las gemelas y otros dos niños más a los que nombraron después.

Por desgracia un niño que había robado un vídeo juego de una tienda, no tuvo tanta suerte y fue condenado a convertirse en siervo del castillo para siempre.

— ¡A. Bastián!— chilló el engendró en cuanto la silla soltó a la última víctima,

Adán bajo decidido a contar toda la verdad y nada más que la verdad, ya que siendo sincero nada podría salir mal.

“Qué bonita es la ingenuidad, ¿verdad?”

Continuara…

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