domingo, 16 de junio de 2019

Entre las estrellas

19:05:00 1 Comments
Rocío Cumplido González (cc) 2019

#sigueadelante #cuentosinfantiles #cuentosparaelalma


Entre las estrellas

Sarya cerró la puerta del patio trasero, procurando que las bisagras no chirriaran saltando la voz de alarma. Mientras corría colina arriba sintiendo el aire fresco de la noche en sus mejillas, se felicitó así misma por haberse convertido en una experta escapista.

Dana, su perra, la veía escaparse desde hacía semanas. Al principio ladraba arañando el cristal de la ventana, intentado llamar su atención. Quería acompañar a su ama y ser su fiel escudera a donde sea que fuera. Sin embargo, Sarya nunca se rindió ante los ojos llorosos del animal y unas noches después, este simplemente dejó de ladrar.

Era una noche de Junio perfecta: despejada, oscura y donde miles de estrellas parpadeaban inquietas. — Esta es la noche ideal para un cuento, — solía decir su abuelo.

Sarya y su abuelo pasaban noches enteras inventándose cuentos donde las princesas eran valientes, guerreras y en donde  no todas las brujas son malvadas hechiceras.

— ¡Hola abuelo, ya estoy aquí!— gritó en cuanto alcanzó la cima.

Sarya rescató una caja de cartón que su abuelo y ella habían escondido entre los matorrales. Retiró el plástico que la cubría y empezó a sacar varios tipos diferentes de piezas y utensilios.

— Creo que ya sé cómo hacer que funcione abuelo — afirmó la niña. — Solo tengo que encontrar unas aletas más resistentes y un combustible más potente.  La última vez con el vinagre y el bicarbonato, no subió tan alto como esperábamos.

Sarya siguió hablando, contándole a su abuelo como conseguiría que el cohete surcara los cielos. Lo habían empezado a construir unos meses atrás y aunque no estaba acabado; ya se habían imaginado como cruzaría la estratosfera y alcanzaría la velocidad de la luz, para llegar a otros planetas.

Sarya no lo sabía; pero a unos pocos metros había un hada transformada en mariposa, que estaba escuchando como hablaba sola. Y es que hace unas semanas, su abuelo se convirtió en un recuerdo. Ahora viaja entre las estrellas contando esos cuentos.

Cuando la niña se marchó, el hada Ro volvió a su forma original y otra noche más, regresó al viejo y hueco árbol que llamaba hogar, sin una nueva historia que contar.

— ¡Seguro que está vez, el cuento es de un dragón que no escupe fuego!— se emocionó al pensarlo Kara.

— ¡No!— protesto Piyi— Yo quiero que sea un cuento sobre un príncipe cocinero: promoverá la paz con pasteles. ¡No va a ser de esos que van por ahí con una espada afilada haciendo daño a la gente!

Ro entró por uno de los agujeros del árbol y entonces sus hermanas la acorralaron:

— ¡Ya está aquí! — gritaron ambas ilusionadas.

Sin embargo, la ilusión y la emoción se desvanecieron en un santiamén:

— Ya no se inventa historias, ni cuentos— afirmó Ro con pesar. — Está empeñada en hacer volar ese cohete para que viaje entre las estrellas.

Esa noche ni Ro, ni Piyi, ni Kara conseguían conciliar el sueño. No son capaces de dormir si nadie les cuenta un cuento.

— Si el cohete echara a volar. —empezó a decir Piyi, harta de dar vueltas en su pequeña cama de paja, — si volara más allá de las nubes y llegará hasta las estrellas, quizás la niña volvería a crear cuentos.

Kara que era la más mayor y sensata, no veía como eso podía ser la solución al problema; pero Ro se pasó toda la noche con las palabras de su hermana pequeña en la cabeza:

— Puede que con un poco de magia…

A la noche siguiente, las tres hadas fueron hasta lo alto de la colina. La niña aún no había llegado; pero pronto lo haría.

— Más vale que nos demos prisa— aconsejó Ro.

Dos de las hadas esparcieron un poquito de su magia sobre la caja que guardaba Sarya.
El hada Kara le otorgó fuerza y resistencia al cuerpo y a las aletas. Ahora nada podría destruirlo.

El hada Piyi usó sus poderes para pintar cientos de estrellas en las piezas del cohete. Estas iluminarían su camino a través del universo infinito.

— ¡Ya está llegando!— gritó el hada Ro.

Justo antes de que Sarya las pillara con las manos en la masa; las tres hadas se transformaron en luciérnagas.

— ¿Qué ha pasado aquí?— se preguntó la niña al ver el contenido de su caja.

Sarya sacó el tubo y las aletas, pasando las yemas de sus dedos por los dibujos de estrellas.
Aprovechando su distracción, el hada Ro se acercó y esparció sobre su cabeza un poco de fe, algo de magia y una pizca de fantasía.

 — Ese es el único combustible que necesitas— susurró el hada.

En ese momento, sin saber muy bien por qué, Sarya supo exactamente lo que tenía que hacer y en menos que canta un gallo; el cohete estuvo listo y preparado.

— 3…, 2…, 1….

El cohete salió disparado, iluminando el cielo a su paso. Sarya no podía creer que al fin lo hubiera conseguido. Se quedó allí, viendo como el cohete se perdía entre las estrellas y al igual que su abuelo; este se convertía en un bello recuerdo.

Pasaron varios días hasta que Sarya volvió de nuevo a la colina. ¡Las hadas estaban asustadas! ¡Pensaban que no volvería!

En esta ocasión, la niña llegó acompañada Dana, su fiel escudera de cuatro patas.

— ¿Quieres escuchar un cuento?— preguntó Sarya a su peluda amiga.

El animal movió la cabeza para lamer su mano. Entonces Sarya se recostó en la hierba y empezó a contar la historia de un príncipe pastelero, que se enfrentó a un dragón que no escupía fuego.
Fin.

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lunes, 10 de junio de 2019

Solo un deseo

0:28:00 1 Comments
(cc) 2019 Rocío Cumplido González #cuentoinfantil #relatojuvenil


Solo un deseo.

Entré en la biblioteca y cerré la puerta detrás de mí, sintiendo el peso del cristal en la espalda.

— ¿Por qué siempre me pasan estas cosas a mí?

Me sequé las lágrimas utilizando la rebeca del colegio a modo de pañuelo y después la lancé con todas mis fuerzas contra una de las mesas.

Al despertarme aquella mañana descubrí que Duque (mi enorme gato angora), se había hecho pis encima de mi mochila, lo que la dejó con un olor muy desagradable.

¡Pero era mi única mochila!, así que tuve que aguantarme y utilizarla ese día para llevar mis libros. Si tenía suerte, nadie se daría cuenta y por la tarde, ya  en casa, la limpiaría.

Pero no hubo suerte. Teresa que tiene el olfato de un perro policía, tardó solo un segundo en notar el olor y apenas solo dos, en darse cuenta de dónde venía.

— ¡Tu mochila apesta!— gritó sin preocuparse de que estábamos rodeada por nuestros compañeros.

Todos se acercaron para oler la mochila y sus gestos de asco confirmaron que no iba a pasar desapercibida.

En cuanto entro en clase la profesora, Teresa fue corriendo a contarle el problema del olor y que tenía  que irse la mochila, yo o los dos. Todos mis compañeros estaban de acuerdo con ella; no iban a aguantar seis horas en el aula, con una mochila que apestaba.

La profesora me hizo sacar todas mis cosas y la dejó en el pasillo para que le diera el aire.

— ¡Aun puedo olerlo!— exclamó Ángel una hora después, tapándose la nariz.

Todos le siguieron el juego imitando sus gestos de asco. Fue entonces cuando empecé a llorar y ya no pude parar.

La profesora me pidió que saliera de clase, que fuera al baño y me calmase; pero no le hice caso. Me vine a la biblioteca. Este era el único sitio en todo el colegio, en el que sentía que nadie podía hacerme daño. Además, a esa hora no había nadie allí; así que podía mirar tranquila las estanterías y buscar algún libro interesante.

En esas estaba cuando escuché un fuerte golpe contra la mesa que tenía justo detrás de mí. Di un salto tan grande, que casi me monto encima del mueble.

Al darme la vuelta descubrí que había un libro sobre la mesa. Me acerqué muy despacio, temiendo que pudiera pasar algo malo.

— ¡No seas tonta Clara!— me regañé, — solo es un libro viejo.

Al agarrarlo vi que estaba cubierto de polvo y, a causa de eso,apenas podían distinguirse las letras del título. Entonces, cuando pasé la mano por encima para limpiarlo el libro se abrió solo de par en par, justo por la mitad.

De repente se formó un remolino de humo rojo del que salían rayos y truenos. — ¡Casi rozaba el techo!

A los pocos segundos, el humo desapareció.

— No… no puede ser verdad— susurré sin creer lo que veían mis ojos. — ¿Eres un genio?

— ¡Vaya!, ¿qué me ha delatado?— preguntó ese ser de cuento, bajando hasta ponerse al nivel mis ojos. — ¿Los zapatos con final de punta?, ¿o los pantalones bombachos?

— Ambos— tartamudeé.

— Todo es culpa del cine— afirmó a la vez que chasqueaba los dedos para cambiar su ropa. Ahora llevaba zapatillas, vaqueros y un jersey. — Seguro que también esperabas que saliera de una lámpara mágica.

De la impresión solo pude mover la cabeza para asentir.

— Eso es porque yo no soy un genio como los de los antiguos cuentos. Solo aparezco cuando alguien me necesita de verdad. Muy pocas veces mi casa ha aparecido con forma de lámpara. Ha tomado la forma de una espada, de una vela de cumpleaños e incluso se ha transformado en un viejo televisor.

El genio me miró con sus grandes ojos morados. — He visto lo que ha pasado con tu mochila, ¿te pasan cosas así muy a menudo?

Le conté al genio que sí: — por lo menos una vez a la semana hago algo o me pasa algo, que me deja en ridículo ante mis amigos. Bueno… si es que puedo llamar así, a quienes les encanta reírse de mí.

— Yo puedo concederte sólo un deseo para arreglar tu problema; pero hay una regla: no puedes desear algo que ya poseas.

— ¿Sólo uno?— pregunté. — ¿Que ha pasado con los tres?

— ¡Eso es otro invento de la cultura popular!— gritó soltando literalmente humo rojo de las orejas. — Solo puedes pedir un deseo y no vale el truco de “deseo tener más deseos”.

— Es que ahora mismo no sé qué deseo pedir— afirmé, aunque no estaba siendo del todo sincera. Se me estaban ocurriendo varios a la vez; a cada cuál más cruel:

— Podría desear que a Teresa le salgan verrugas por toda la cara— pensé, — o que a Ángel se le llene el cuerpo de polvos “pica, pica”. Así esta vez, se reirían de él.

Sin embargo, no fui capaz de pedir ninguno de esos deseos. Odiaba que se rieran de mí; pero tampoco me gustaba la idea que le pasara lo mismo a ellos y menos por mi culpa.

El genio parecía haber leído pensamientos, porque en ese momento se elevó levitando unos centímetros por encima del suelo, extendió los brazos y dijo:

— Cierra los ojos y mira en tu corazón. ¿Qué es lo que quieres en realidad?

Hice lo que me dijo y la respuesta que soltó mi corazón me sorprendió. ¡Ni siquiera titubeó!

— Un amigo o amiga de verdad— susurré.

El genio sonrió y sus ojos cambiaron de color. Ahora eran azules como el cielo y ya no daban tanto miedo.

— Cómo he dicho antes, no puedo darte algo que ya poseas.

— Pero yo no…

— Tu sí, Clara. — me interrumpió el genio. — Estabas tan enfadada, que no has visto a quien no se ha reído de ti. A quién te ha defendido y se ha enfrentado a los demás niños.

— ¿Quién?— pregunté intrigada.

— Lo sabrás en un momento— afirmó. — ya puedo escuchar cómo viene corriendo.

Con un simple chasquido de dedos el genio volvió a su forma original.

— ¡Espera!— le pedí cuando empezó a transformarse en humo. — ¿Qué pasa con mi deseo?

— ¿De verdad lo necesitas?— me preguntó.

Negué con la cabeza y en un segundo, el libro y el genio desaparecieron. La puerta de la biblioteca se abrió en ese mismo momento.

— ¡Al fin te encuentro!— exclamó Bea al verme. — ¡Te he buscado por todas partes!

— ¿Y cómo sabías que estaba aquí?— pregunté a sabiendas de que un poco de magia tenía la culpa.

— No lo sé— confesó. — Simplemente lo supe. ¿Habrán sido mi superpoderes de mejor amiga?

Bea se rió a carcajadas por las ocurrencias de su propia imaginación.

— Vamos de vuelta a la clase— dijo cogiendo mi mano. — Ángel y los demás van a disculparse.

— ¿Cómo lo sabes?— pregunté.

Bea me apretó con fuerza la mano y sonrió.

— Por qué tendrán que vérselas conmigo si no.

Al salir de la biblioteca me hice la promesa de que algún día le contaría esta historia a Bea. Después de todo, nadie me conoce mejor que ella.

Fin.


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