Erase una vez un pequeño
pueblo. Algo alejado, pero muy bello. Allí desde los tejados las
luciérnagas iluminaban calles enteras. No hacían falta linternas.
En Invierno la nieve sabía a algodón de fresa; y los niños corrían
felices. La Navidad ya estaba cerca.
Pero si en algún lugar
había un niño perdido, triste o asustado; la dulce voz de un hada
lo guiaba hasta una casa encantada. Donde el niño o niña
encontraría cobijo, y una rica sopa bien caliente de su sabor
favorito.
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Esa casa encantada era
la más antigua del pueblo. Era blanca y gris. Muy grande, aunque
algo descuidada. Aquella casa tenía habitaciones mágicas; pero la
más impresionante era la cocina. En la cual, una amable anciana
preparaba toda clase de comidas. Con sólo chasquear los dedos, podía
hacer que todo lo que necesitará: cacerolas, verduras, huevos o
cucharas llegarán volando hasta ella.
Cada año, en Nochebuena, la anciana preparaba una cena muy especial para todo el que estuviera solo en Navidad. No solo para los niños: Hombres, mujeres, incluso animales que no tenían donde dormir o con quien estar; se acercaban a la casa. Para, aunque fuera por una sola noche sentir que tenían un hogar.
Pero la noble mujer era
muy pobre. Por eso, cuando no podía comprar todo lo que necesitaba,
pedía ayuda a sus vecinos. Algunos eran muy generosos. Sin embargo,
otras personas no la veían con buenos ojos. Pensaban que aquella
obra de buena voluntad sólo atraía a maleantes y a gente de mal.
Una noche de tormenta,
llamaron a la puerta. Tin tin tin, tin tin tin. Apenas podía oírse
como aquella niña tocaba la campana de la entrada, completamente
mojada y con sus manos congeladas. Pero la anciana tenía un don muy
especial. Sabía que alguien necesitaba ayuda, que necesitaba un
hogar.
Sin dudarlo metió a la
niña rápidamente en su casa; la puso junto a la chimenea y la
cubrió con mantas. Cuando la pequeña se recuperó, la llevó a una
sala llena de camas para que descansara. En aquella sala había
literas con dos, tres y diez camas. Algunas literas eran tan altas
que ya no sabías si tenían veinte, treinta o cuarenta camas, se
perdían en el techo y no podías contarlas.
Cuando la niña
despertó, la anciana le preguntó como se llamaba, de donde venía y
hacia donde iba; pero la pequeña no recordaba nada: no sabía quien
era, ni como se llamaba:
- Desperté sola en el bosque. Al poco tiempo un hada apareció y me guió hasta aquí con su dulce voz.
- Entonces te quedarás conmigo.- Dijo la amable mujer.- Este será tu hogar hasta que encontremos a tu familia, deben de estar en algún lugar.
Durante esos días la
niña la ayudaba en todo lo que podía: limpiando, recogiendo o
leyendo cuentos a los mas pequeños. Incluso la acompañaba al
mercado.
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Su voz era tan dulce,
tan pura y angelical que todos los que estaban alrededor se acercaron
para escucharla cantar. Y tanto les gustó, que cada uno le dio una
moneda para que se comprara lo que quisiera. Sin pensárselo dos
veces, la pequeña le entregó todo el dinero a la anciana. La mujer
muy contenta por tanta generosidad, compró todo lo que necesitaba
para ese día tan especial.
- ¡Todo estaba
delicioso!- exclamaron los niños y mayores que acudieron esa
Nochebuena a cenar. Después de recoger, se sentaron junto a la
chimenea para que la anciana les contara un cuento de Navidad. Pero
en esta ocasión, la buena mujer le pidió a la niña que cantará un
villancico. Los más pequeños se sentaron en el suelo, alrededor de
la niña. La pequeña empezó a cantar un villancico precioso: lleno
de amor y esperanza para todo el que la necesitara. Su voz era tan
hermosa y estaba tan llena de magia, que se abrieron todas las
ventanas de la casa.
En ese momento, cerca de
allí pasaba un hombre muy preocupado. Había perdido lo mas preciado
que tenía, no podía parar de buscarlo. Entonces escucho la dulce
voz de la niña y lo supo: - ¡Al fin la había encontrado!
Cuando aquél hombre
entro en la casa y vio a su hija cantando, empezó a llorar de alegría. Su
pequeña, Estrella estaba a salvo. Cuando la niña vio a su padre en
la puerta lo recordó todo: recordó que su nombre era Estrella, que
se desvió del camino para ayudar a un animal herido y que era una
princesa.
Padre e hija se
fundieron en un abrazo con los ojos llenos de lagrimas, muy
emocionados.
Aquel hombre, que era en
realidad un rey muy poderoso, dio las gracias a la anciana por cuidar
de su hija. Y le prometió que siempre tendría todo lo que
necesitará para seguir ayudando a los demás. Para así seguir
dándoles el regalo más preciado que podrán encontrar: una familia,
amigos y hogar donde poder estar todos juntos en Navidad.
FIN.
¡FELIZ NAVIDAD!
¡FELIZ NAVIDAD!
Rocío Cumplido González
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