domingo, 21 de abril de 2019

Las mil y una historias de Sol. Capítulo 9: Hasta la luna y más allá

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Rocío Cumplido González (c) 2019 #relatojuvenil



Capítulo 9: Hasta la luna  y más allá.


— ¿Papá Mario? ¿Papa Diego?— preguntó Sol al cruzar la puerta de estrellas.


No había nadie en casa. Los vecinos  ya no estaban y Sol, solo tuvo el silencio por respuesta.

— ¿Papis?

Sol salió corriendo hasta su habitación; pero allí no había nadie. Entro en el cuarto de sus padres y nada.

Estaba tan asustada, que ni  se dio cuenta cuando se golpeó  en el brazo, con una de las sillas del comedor. No hacía falta salir al patio para saber que ni Mario, ni Diego estarían allí; pero ella lo hizo de todas formas.

Antes de que volviera a  salir corriendo por la puerta, la hice parar:

— Respira profundamente — le dije obligándola a  sentase en la misma silla, en la que un par de horas antes lo había hecho Diego. — Ahora inspira y aguanta unos segundos… eso es.

Sol me pareció tan pequeña en ese momento y entonces me di cuenta de que, a pesar parecer una niña muy madura. Era solo eso, una niña de siete años al borde de un ataque de ansiedad, porque no sabía dónde estaban sus papás— Un, dos, tres, expulsa todo el aire de una vez.

Sol siguió mis instrucciones y en cuanto noté que  respiraba bien, me acerqué hasta el fregadero y llené un vaso con agua. Entonces, con los pantalones manchados de serrín, Diego y Mario aparecieron.

— ¡Papis!— gritó Sol corriendo hacia ellos.

Mario fue el primero en arrodillarse para acogerla entre sus brazos. — ¡Para, me haces cosquillas!— se quejó cuando este empezó a besarla en las mejillas y la frente, sin tener en cuenta que hacía días que debería haberse recortado la barba.

— ¡Mira mamá, Sol ha vuelto!— gritó entusiasmado Darío al entrar en la casa, justo después que sus tíos.

Soledad se quedó por unos segundos inmóvil en la entrada, observando cómo su hijo corría para abrazar a su prima.

Cuando al fin se liberó de los brazos del pequeño, Sol miró a su otro padre. Durante unos segundos Diego no dijo nada. Nunca le había visto así; mirando a Sol  de una manera tan seria. Parecía que estaba a punto de explotar, y de castigarla hasta que tuviera edad de ir a la universidad. — (Seamos sinceros… se lo merecía, hasta ella lo sabía).

Desde donde estaba no pude ver si es que Sol le sacó la lengua a su padre, le lanzó una de sus miradas de cordero degollado o que diantres pasó. Pero en un momento la fina línea en la que se habían convertido sus labios, se transformó en una sonrisa y tal y como le había visto hacer la primera vez; cogió a Sol por las axilas y la subió hasta sus hombros. — Supongo, que esa era su particular manera de expresarle, que todo estaba olvidado.

— ¡Me habéis dado un susto de muerte!— se quejó la ex – fugitiva una vez que Diego la soltó, dejándola sentada en la misma silla en la que la había obligado yo, un minuto antes. ¿Dónde os habíais metido?
                                                       
— Ha venido un proveedor a traer unos materiales y teníamos que abrirle el taller; pero… espera un momento— reflexionó Diego. — Aquí las preguntas deberíamos hacerlas nosotros, ¿no te parece?

— Darío, André— nos llamó Soledad. — Ayudadme a preparar el té, mientras estos dos interrogan a la escapista de mi sobrina.

Diego se sentó en la esquina de la mesa, junto a Sol, mientras Mario lo hacía en su lugar habitual, frente a su hija.

Los tres permanecieron unos segundos en silencio, hablando en su idioma secreto.

— Odio cuando hacen eso— susurró Soledad, leyendo mis pensamientos.

— No me había escapado para siempre— afirmó Sol por fin en voz alta, intentando quitarle un poco de hierro al asunto. — Hace tiempo que no iba a ver al árbol solitario; y tenía muchas historias que contarle.

— ¿El qué está en ese prado tan seco?— preguntó Diego, con un repentino gesto de sorpresa. 

— ¿Al lado del desvío que hay junto a la carretera?

 Mario  tenía la misma expresión de asombro que su marido y de repente, desvió los ojos hacía el patio.

— Ese era el lugar favorito de tu madre— afirmó antes de volver a mirar a su hija.

— Hace mucho que no hablamos de ella— reconoció Diego acariciando una de las coletas de Sol.

— ¿Y eso por qué?— preguntó Soledad, dejando las tazas de té frente a su hermano y su cuñado.

— No estoy seguro— dijo Diego levantando la barbilla de Sol con uno de sus dedos. — Un día Sol dejó de pedirnos que le contáramos historias de María y nosotros no insistimos… no estuvo bien, echo de menos hablar de ella.

— Yo también— confesó Mario. — Hermanita, ¿te acuerdas del día en que la conociste?

De pronto los tres se echaron a reír; pero vamos… a carcajada limpia. Al pasar un minuto y ver que nada, que no paraban, le di codazo a Darío para preguntarle que tenía tanta gracia.

— No tengo ni la menor idea— expresó igual de sorprendido. — Nunca había visto a mi madre reírse de esa manera.

Intenté hacerle alguna seña a Sol para que me explicara que pasaba; pero me ignoró descaradamente. Estaba enfada. Sus mejillas habían tornado a un color rojo peligroso, como diciendo… — ¡o paráis, o exploto!

Afortunadamente, al darse cuenta de que los mirábamos con cara de tontos, los tres adultos recuperaron un poco la compostura.

¡Es que fue muy surrealista!— exclamó Soledad justificándose. — ¡Creía que no hablaba nuestro idioma!

Y de nuevo empezaron a reír… — ¡Queréis contarnos la historia de una vez!— exclamó Darío impaciente.

El silencio inundó la casa de nuevo y tanto Mario, como Diego miraron a Sol, confirmándole su mayor temor: iban a contar la historia tanto si le gustaba, como si no.

— Déjame el cuaderno de cuentos— le ordenó Mario, extendiendo la mano.

— ¿Para qué lo quieres?— preguntó Sol aferrándose a la libreta.

— Tú tranquila,  que no voy a hacerle nada.

 Con una pizca de desconfianza Sol se levantó y le acercó el cuaderno a Mario.

— ¿Cuántas historias dices que hay escritas en el cuaderno?— preguntó Mario pasando las páginas con delicadeza. Asegurando a su hija de que no iba a castigarla, rompiendo el cuaderno o peor aún, arrancando alguna página.

novecientas noventa y nueve— respondió súper-convencida, — sólo tengo que encontrar una historia más y el cuaderno estará completo.

 — Te equivocas— afirmó Mario, deteniendo sus dedos en una página en particular. — El cuaderno está completo. Ya tienes escritas mil historias que puedes contar.

— ¡Eso es imposible!—gritó Sol intentando hacerse de nuevo con el cuaderno. No obstante, con un rápido movimiento, su padre se lo impidió alzándolo en el aire. — La historia de pescador es la penúltima—volvió a declarar segura de sí misma; —Va justo después de la última historia que me contó Don Claudio. ¿Te acuerdas André cómo se puso de pesado?

— ¡Ves!— profirió Diego antes de que yo pudiera contestar a Sol. — ¡Por eso necesitas clases de matemáticas!

Sol volvió a afirmar que eso no era posible y comenzó a relatar de memoria, la numeración y títulos de las últimas diez historias. Sin embargo, cuando iba por la que hacía novecientos noventa y seis, Mario la volvió a interrumpir.

— Ahí fue donde te equivocaste—aseguró, — Escribiste ese número dos veces; pero la verdad, es que la culpa es sólo nuestra.

 Hace un año, cuando empezaste con esto de recolectar mil historias y cuentos, Papá Diego y yo escribimos la historia de tu mamá, escondiéndola entre las páginas de tu libreta y tú, no te diste ni cuenta.

Durante lo que me pareció un segundo eterno, Sol contuvo la respiración. Se había quedado de piedra ante esa confesión. Sus ojos castaños estaban tan abiertos e inmóviles que creo, que hasta ella misma temía no volver a ser capaz de cerrarlos.

— Ni se te ocurra marcharte André— declaro Diego al ver que había comenzado a emprender mi retirada. Lo hice porque pensé que estaba fuera de lugar. Me sentía como un intruso en una familia que no  era la mía, que parecía ser perfecta. Pero supongo que en realidad, ninguna lo es. — Quiero que todos los aquí presentes escuchen la historia, de una de las mujeres más importantes de nuestra  vida. María era buena, divertida, ingeniosa e increíblemente generosa y tú mi pequeña, eres la prueba de ello. Esta es solo la versión resumida. ¡Necesitaría cien cuadernos como este, para contarlo todo de manera justa y precisa! Sin embargo así siempre la llevarás contigo y te ayudará a recordar, que una vez tuviste una madre que te quiso hasta luna y más allá.

Mario le pidió a Diego que le trajera las gafas de lectura que guardaba en el cajón del mueble de la entrada, mientras Darío y yo acercábamos un par de sillas para acomodarnos alrededor de una mesa, que no estaba hecha para albergar a más de cuatro personas a la vez.
Cuando Mario estuvo seguro de que todos le prestábamos la máxima atención (¡por dios, cómo le gustaba hacerse de rogar!) empezó a leer:

Historia nº 36: Hasta la luna y más allá.

Hace una vida o quizás dos, cuando apenas tenía canas en la barba y  Diego era una persona medio sensata. Decidimos que ya era hora de abandonar nuestros trabajos y descubrir el mundo que hay más allá de las pantallas táctiles.

No teníamos mucho dinero ahorrado, por lo que decidimos que nos ofreceríamos a hacer pequeños trabajos a cambio de cama y algo de comida en cada sitio que visitáramos.

Fue así como en Ubud, un pueblo Balinés, hice mis primeros pinitos como carpintero, creando torpemente una silla de mimbre y cuerda que no aguantó el peso de la señora de la casa.

— Por poco se la carga— afirmó Diego. — Aún hoy día, cuando nos llama, dice que le duele el trasero.

Mario fulminó con la mirada a su marido por interrumpirlo y esperó unos segundos a que Sol, Darío y yo paráramos de reír antes de continuar.

Sin embargo, no me rendí, puede que la arquitectura fuera mi vocación; pero con la carpintería podía dar rienda suelta a mi creatividad. Así que nos quedamos un par de meses más de lo programado y acabé aprendiendo el oficio. Creando muebles que Diego dibujada en su cuaderno de bocetos.

Cómo ya habíamos alargado más de la cuenta  la estancia en Bali, y eso se nos había comido bastante del presupuesto, decidimos tachar Brasil de la lista y saltar directamente a Portugal. A fin de cuentas, hablan más o menos el mismo idioma.

Una vez allí, recorrimos las calles empedradas hasta llegar a una pequeña posada en la que, tras un poco de regateo, conseguimos una habitación para dos semanas a cambio de la mitad del dinero que nos quedaba; y nos comprometiéndonos a trabajar como chapuzas siempre que hiciera falta. Fue entonces cuando conocimos a uno de los amores de nuestra vida… María.

María tenía diecinueve años, apenas había entrado en la edad adulta; pero sus ojos castaños aún irradiaban la inocencia y curiosidad de la niña que una vez fue.

En cuanto se enteró de que seríamos sus huéspedes, no tardó ni diez minutos en llamar a nuestra habitación para ofrecerse a ser nuestra guía particular. Aunque seamos honestos, no era muy buena guía que digamos.

Cuando paseábamos por las calles de Lisboa, en lugar de hablarnos sobre los lugares de interés cómo “La torre de Belém” o “El monasterio de los Jerónimos”. Nos acribillaba a preguntas sobre nuestros viajes:

— ¿Es la selva africana tan árida y bella como se ve en la televisión?

— ¿De verdad se comen a los  insectos en china?

— ¿Dónde diríais que habéis visto el atardecer más bonito?

En un descanso de sus eternos interrogatorios, pudimos preguntarle cómo es que sabía hablar tan bien español.

— ¡Por culpa de mi madre!— nos confesó. — Es adicta a las telenovelas latino-americanas y me obliga a quedarme en casa para que le grave el último episodio de la que esté enganchada. ¡Pobre de mí sí me olvido de dar  al pause en los anuncios!

María era sin duda un huracán. Siempre se le ocurría algo que hacer para que al terminar el día, hubiera pasado algo  que valiera la pena recordar.

Una semana después María se puso enferma. Se encerró en su habitación y no dejaba a nadie entrar. Ni siquiera a su madre, que aporreaba angustiada la puerta.

Al cuarto día María decidió abrir la puerta y confesarles algo a sus padres. Estaba embarazada y el “garoto” (muchacho en portugués). No quería saber nada de ella, ni del bebé.

Toda la preocupación que habían sentido por su hija, desapareció a la velocidad de la luz. Consideraban que era una vergüenza y deshonra que su única hija se quedara embarazada, antes de pasar por el altar y la echaron de casa esa misma noche.

Diego y yo salimos de la posada justo detrás de ella. Cómo habían discutido gritando a pleno pulmón, no pudimos evitar enterarnos de toda la historia.

Debido a todo el dinero y la mano de obra barata que iban a perder, los padres de María intentaron convencernos de que nos quedáramos. Sin embargo, en cuanto le aclaramos que no éramos un par de amigos que viajaban juntos, si no, una pareja de hombres legalmente unidos en matrimonio, dejaron inmediatamente de oponer resistencia y nos invitaron a seguir el mismo camino que su hija.

Al día siguiente, tras comprar un billete de avión extra, volvimos a España con María a nuestro lado.

Mi hermana Soledad nos recogió en el aeropuerto. La habíamos puesto al día pocos minutos antes de despegar; pero afortunadamente acepto tener una tercera inquilina durante unos días.

En ese momento, la tía de Sol se tapó la boca para aguantar la risa y Mario la miró con ojos divertidos, afirmándole… —Sí, ahora viene lo bueno.

La pobre de Soledad, pensando que María no hablaba nada de español, aprendió a la ligera unas pocas frases y palabras en portugués, con las que salir al paso.

Ola Senhorita.pronunció esta de manera entrecortada. — Bem vindo a Espanha, mina casa e sua casa agora.

“(Hola señorita, Bienvenida a España, mi casa es ahora su casa.)”

María contestó con un simple “Obrigada” (“Gracias”) y dejo creer a Soledad, que no hablaba ni una palabra de nuestro idioma, durante las dos semanas siguientes.

¡Yo os mato!gritó Soledad entre risas cuando al fin se enteró. ¡¿Cómo me habéis podido hacer esto?!

Es que te habías esforzando tanto, que me dio pena…— alegó María como defensa. Además, ¡mira lo mucho que sabes decir ahora!

Y los meses pasaron… María tuvo una preciosa niña y de pronto, el mundo se derrumbó.
Parecía que todo había ido a las mil maravillas; pero al hacerle una analítica y ver algo que no era normal, decidieron hacerle unas pruebas más.

Diego tenía a la pequeña Sol en brazos cuando nos dijeron que María tenía una enfermedad en la sangre, “Leucemia”. El reloj corría y no le quedaba mucho tiempo de vida.
Fue entonces cuando nos vinimos a este pueblo. Aquí, en la casa de los abuelos de Diego, creamos nuestro hogar.

Una tarde, aprovechando que María se había levantado con más energía, decidimos ir a ver el atardecer a la pradera, bajo la sombra del único árbol que había. Poco a poco fueron apareciendo las estrellas y con Sol entre sus brazos, María las señalaba y les ponía nombre, creando constelaciones nuevas.

Aquella tarde, María nos pidió que nos convirtiéramos en padres:

Quiero que la adoptéisafirmó pillándonos por sorpresa. —Quiero que la criéis aquí. Al menos, hasta que tenga edad de entender que a veces, el mundo no es justo. Y por favor… ¡no se lo edulcoréis más de la cuenta!

Porque, a pesar de todo, el mundo es también un lugar bello y quiero que ella tenga la oportunidad de conocerlo.

Cinco meses después María falleció, justo al despuntar los primeros rayos de sol.
Viajamos a Portugal, porque María quería que esparciéramos sus cenizas frente al mar. Decía que así, por fin podría ver el mundo y volar.

Justo antes de coger el avión de vuelta nos llamaron los abogados para comunicarnos, que el proceso de adopción había finalizado. Ya éramos una familia de manera oficial y tanto nosotros, como tu mamá; siempre te querremos hasta la luna y más allá.
Fin.

Pasaron unos segundos hasta que noté que el nudo de la garganta desaparecía. No quería ponerme a llorar en ese momento, por más que lo deseara. Quería mantenerme fuerte por ellos. Era su historia, no la mía.

— ¡Lo siento mucho!— sollozó Sol aferrándose al pecho de Diego. — Me dio mucha rabia cuando esos niños dijeron, que no sois mis papás de verdad. ¡Yo quiero que lo seáis de verdad!

— ¡Pero si ya lo somos mi niña!— exclamó Mario arrodillándose junto a ella. — Abre de una vez las orejas y escúchame con atención.

Mario rodeó con sus manos la cara de Sol y secó las lágrimas de su hija con la ayuda de los pulgares: — la sangre es sólo un líquido que corretea dentro de tu cuerpo, no tiene poderes especiales.

En ese instante, Mario alzó la cara de Sol para que le mirara directamente a los ojos: —la sangre mi niña, no te convierte en familia, el amor lo hace.

Al cabo de un rato, cuando todos recuperaron la sonrisa decidieron preparar algo de merendar (con el susto apenas habían comido nada) y me invitaron a quedarme. Sin embargo, esta vez me puse firme y  rechacé la invitación lo más educadamente que pude. Tenía ganas de volver a casa.

Durante el corto camino, no pude dejar de pensar en Sol y cómo había estado evitando todo este tiempo, contarme la historia de su madre.

— Desde luego, es una historia que merece ser leída y recordada.

Nada más abrir la puerta de nana, olí el perfume. No podía creer que aun pudiera recordarlo; pero sabía que no me equivocaba y, los cinco segundos que tardé en recorrer el diminuto pasillo de la entrada, no hicieron más que confirmar mis sospechas.

— Hola hijo.

Tardé un par de segundos en responder al saludo de mi padre, aunque cuando lo conseguí, fue moviendo levemente la mano.

No era capaz de articular una sola palabra. Solo podía pensar que había llegado el momento afrontar más de una verdad y esta vez, estaba dispuesto a escuchar.

Continuara


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