Rocío Cumplido González (c) 2018 #relatojuvenil
"Estas son las nochecitas, que cantaba el rey David.
Capítulo 7: Solo palabras.
Cuando consiguió calmarse, Sol me contó que en alguna ocasión, había captado alguna frase o comentario entre sus padres, sobre lo bueno que sería para la familia y el negocio; si se mudaran a un pueblo o ciudad más grande.
— ¡Nunca pensé que estuvieran hablando en serio!
Sol se quedó unos segundos en silencio y durante un instante; mientras miraba las flores silvestres que habían luchado para salir de entre las grietas de un muro de piedras, volvió a sonreír.
— Creí que eran solo palabras—confesó mirándome de reojo, como si quisiera asegurarse de que no la había abandonado. — como esas cosas que dices que vas a hacer; pero que al final, nunca haces.
— ¿Y qué te hace pensar ahora, que eso va a pasar?— pregunté posando mi mano sobre su hombro.
Supongo que quería que supiera que podía contar conmigo. Ella siempre estaba ahí; escuchando a otras personas desahogarse con sus historias. Sin embargo, ¿quién se preocupaba por escuchar a Sol?
Hasta entonces no me había parado a pensarlo; pero a Sol no le gustaba hablar de su pasado.
A mi memoria vino el recuerdo de la cena en su casa, cuando Mario y yo estábamos fregando los platos. Él estaba a punto de contarme la historia de cómo la adoptaron y entonces ella nos interrumpió.
Durante un segundo estuve tentado a preguntarle por qué hizo aquello; pero me dije a mi mismo que mi curiosidad tendría que esperar. Por una vez, era Sol quien necesitaba que la escucharan:
— Esta mañana han llamado a papá Mario— me explicó sollozando. — Nunca se acuerda de bajar el volumen de las llamadas al descolgar. Así que se escucha a la otra persona cuando habla, incluso sin poner el altavoz. Papá Diego y yo nos metemos mucho con él por eso.
Sol acercó su mano derecha y acarició con cuidado una flor amarilla; que apenas sobresalía.
— Lo llamó un hombre con un acento muy raro, le dijo que la obra estaba casi acabada y que como mucho en dos semanas, el piso estaría listo para la mudanza. — ¿Un piso…? ¡EN SERIO!
Era la primera vez que la escuchaba hablar de esa manera. Estaba, de verdad, muy enfadada y eso no era propio de ella. Siempre me había parecido que Sol era como de otra época: no le interesaban los videojuegos y cómo iba a hacerlo, si ni siquiera tenía una tablet con la que jugar al “Candy crush”.
— Irnos a un piso significa que nos mudaremos a una ciudad grande y allí no podré hacer nada.
— En los pueblos también hay pisos— afirmé en un ingenuo intento de calmarla.
— Seguirá siendo un lugar grande, con edificios altos y contaminación. ¡No podré descubrir constelaciones nuevas! Y lo peor es que perderé a mis amigos…
— ¿Qué amigos?— pregunté sin entender. En los días previos a que llegará mi madre; nana me había contado algunas cosas más sobre la vida de Sol en el pueblo. Como el hecho de que durante el año escolar, sus padres tienen que llevarla en coche a “San Lemuros”. Una pequeña aldea a pocos kilómetros, donde hay un colegio al que van los niños del pueblo. Bueno en realidad, al que solían ir los niños del pueblo. Nana también me contó, que el único niño que quedaba, aparte de Sol, era ya mayor y que en Septiembre empezaría el instituto en un pueblo más grande.
— Los vecinos del pueblo son mis amigos— aseguró mirándome ofendida. — Siempre han estado ahí para mí: —fue nana Nati, quién me curó las rodillas la primera vez que caí de la bicicleta. Don Claudio me enseñó a hacer un truco de magia con las cartas y Doña Margarita, cómo encontrar los puntos cardinales. ¿Sabías que su difunto esposo, había sido cartógrafo?
Y todas las historias que me han contado… ¡Seguro que podrían contarme muchas más y si me voy, nunca las podré escuchar!
Durante los diez minutos que tardamos en llegar a su casa me confesó alguna de las ideas que se le habían ocurrido, para detener la inminente mudanza. A cada cual más descabellada:
— ¿No crees que eso es pasarse un pelín, demasiado?— pregunté después de explicarme cómo escondería todas las maletas, encerraría a sus padres en casa y tiraría las llaves por la ventana.
— Aún tengo que pulir los detalles— aceptó. — Da igual, sea lo que sea, tendré que esperar hasta después de la feria. Mañana viene de visita mi primo Darío con la tita Soledad. Se quedarán una semana o así.
— ¿Soledad?— ¿Te llamas así por tu tía?
— Si… bueno…— balbuceó. — Desde aquí puedo oler los macarrones con queso de papá Diego. Será mejor que entre o acabaré pasando más hambre que el perro de un ciego.
Sol entró en su casa corriendo. No sin antes hacerme prometer que guardaría su secreto y que no le diría a nadie, lo que planeaba hacer.
Al entrar en casa, lo hice de puntillas y cerrando la puerta con cuidado de no dar un portazo.
No había moros en la costa y reinaba el silencio. Miré en la cocina y en el huerto; pero no encontré ni a nana, ni a mamá. Lo que en parte fue un alivio.
Al pasar al lado del setentero teléfono, me percaté de que junto a él, había un trozo de papel. Era una nota de nana:
— He ido a casa de la Margarita a llevarle un caldo. La pobre ha pillado un catarro. ¡Aguanta el hambre que no tardo! xoxo, nana.
Sonreí al ver como nana había usado unos caracteres modernos para escribir besos y abrazos. Recuerde que se lo expliqué el día que llegué al pueblo. Estaba furioso. Mamá me había quitado el móvil, por lo que no pude despedirme de mis amigos.
— ¡Solo quería decirles, nos vemos pronto xoxo!— le grité enfurecido, mientras ella terminaba de ordenar la que sería mi habitación. Entonces pensé que estaba ignorando mi pataleta y que ni siquiera me estaba escuchando. Sin embargo, ese trozo de papel me demostraba lo contrario.
Supongo que no debería haberme sorprendido ver a mamá en mi cuarto esperándome; pero lo hizo.
— Hola cielo.
Ya no había escapatoria, ella estaba ahí, sentada al borde de mi cama y en el segundo en el que ambos tardamos en notar la presencia del otro, pude ver que había estado mordiéndose los nudillos. Lo hace siempre que está nerviosa.
— Ven, siéntate— me pidió dando unos golpecitos con su mano diestra sobre la cama.
Me senté a su lado, aguantando como pude las ganas de salir corriendo. No obstante, me repetí a mí mismo que debía controlar aquella sensación de miedo y rabia que me subía por la garganta. El momento había llegado y me gustase o no, tenía que hacer de tripas corazón.
— Te he echado de menos trasto— aseguró retirándome el flequillo de la cara. — ¿Y tú a mí?
No dije nada, simplemente me encogí de hombros e intenté mirarla a la cara.
— ¿Vas a soltarme la bomba ya o qué?— pensé para mí.
Sin embargo, lo único que me soltó mi madre, fue una bolsa de papel sobre las piernas que pesaba bastante.
— Pensé que te gustaría volver a tener algo de contacto con el “mundo real”— dijo en cuanto saqué el móvil y la tablet de la bolsa —. Llevas tanto tiempo sin usarlo, que seguro que tienes todos los megas ahorrados— aseguró acercando su mano para acariciarme la mejilla.
Aparté la cara en cuanto noté el roce de su mano. Mi reacción debió de cogerla por sorpresa, ya que durante un par de segundos, su mano quedó suspendida en el aire.
— ¿Dónde está papá? — pregunté aceptando que no iba a poder ocultar la rabia.
— Sigue en el crucero— respondió, centrando su atención en alisar una arruga en su falda —. Le dije que no valía la pena que viviéramos los dos y tiráramos por la borda lo que ya habíamos pagado, por una caída tonta.
La miré directamente a los ojos, dejando que la furia corriera sin fronteras por mis venas.
— Le aseguré que era perfectamente capaz de cuidar de ti y de nana.
— ¡Una caída tonta!—grité sin poder reprimir las lágrimas. Mi madre volvió a intentar tocarme la cara; pero me retiré antes de que lo lograra. En ese momento ni siquiera podía soportar tenerla tan cerca.
— ¿Cómo puedes ser tan hipócrita? — ¿Cómo puedes venir aquí y echarle en cara a nana el no decirte nada, cuando ni siquiera tú le has dado importancia?
Pude leer la culpa en los ojos de mi madre. Había usado el accidente de nana, para poner pies en polvorosa y alejarse de mi padre. — ¿Y ahora pretendía hacerse la ofendida?
— ¿Se puede saber que pasa aquí? — preguntó nana justo detrás de mí.
Entre la frustración y los decibelios de mi voz, ni me había percatado del chirrido que hacía la puerta de la casa de nana al abrirse.
Al ver mi cara, nana entendió perfectamente lo que pasaba, por lo que se limitó a retirarse de la puerta, indicándome que saliera.
Me fui directo a la cocina y saqué los platos, cubiertos y demás utensilios necesarios para disponer la mesa para tres personas.
Me senté en mi sitio habitual, esperando a que en cualquier momento mamá entrara por la puerta y me regañara por haberle gritado de esa manera; pero por segunda vez ese día mi madre no hizo lo que yo esperaba.
Tanto nana como mamá entraron en la cocina en silencio. Mamá la ayudó a calentar la comida, que ya estaba medio preparada desde por la mañana y cuando al fin se sentaron, lo hicieron en extremos opuestos de la mesa. Entonces fue nana quién hizo algo muy raro: cogió el mando y encendió el televisor.
Los dos días siguientes los pasamos más en silencio que otra cosa. Me levantaba temprano, casi a la misma hora que nana; pero era por no coincidir en el desayuno con mamá; quién a esas horas aún dormía como un lirón.
Tampoco había podido hablar mucho con Sol. Estaba muy ocupada haciendo de guía turística para su primo Darío.
— ¡Me enseñas lo mismo todos los años!— escuché decir a aquel niño pelirrojo a Sol, cuando coincidí con ellos en el mini-supermercado del pueblo.
Ese día no estaba de humor para que me lo presentara. Así que me escabullí hasta el pasillo de los cereales y esperé a que se marcharan.
Aun así, no tuve tiempo para aburrirme y no porque tuviera de nuevo acceso al móvil y la tablet. Aquel día, en cuanto volví a mi habitación, lo guardé de nuevo todo en la bolsa. No me apetecía nada volver al “mundo real”.
Sin distracciones tecnológicas y sin Sol, la plaza del pueblo se convirtió en mi entretenimiento. Esa semana habían empezado a llegar los feriantes. Algunos venían con las atracciones, que montaban durante el día y otros llegaban con puestos de comida. La mayoría de ellos venían con sus familias. Así que el pueblo estaba muy animado esos días.
— Ven con nosotras a dar una vuelta André— me pidió nana por quinta vez. — ¿No pretenderás pasarte la feria aquí encerrado?
Miré por el rabillo del ojo a mamá. Estaba muy guapa con el pelo suelto y ondulado. Llevaba un vestido azul con flores rojas.
— ¿Te gusta?— preguntó mamá al darse cuenta de que la miraba. — Lo compré en una pequeña tienda; escondida entre las estrechas calles de Venecia.
Asentí en silencio. — ¿Qué más podía hacer? — Era verdad que le quedaba muy bien.
— Por favor ven — me pidió casi en un suspiro.
Algo en su voz hizo un clic dentro de mí y acepté ir con ellas, aunque les hice prometer que “la vuelta” sería pequeña.
Me sorprendió mucho darme cuenta que había más forasteros que habitantes del pueblo. Muchos familiares de los vecinos habían venido de visita y habían traído a sus hijos; por lo que la plaza se llenó de risas y chillidos.
Después de que el quinto o quizás sexto vecino nos parara para saludar a mamá, les pregunté si podía irme a dar una vuelta solo y quizás ver donde estaba Sol.
Nana no puso ningún impedimento y me dio algo de dinero por si me apetecía comprarme algo. Un poco a regañadientes, les di un beso en la mejilla a ambas y les prometí que volvería en media hora o así. La verdad es que no quería ver a Sol, ni a nadie. Solo quería dejar de escuchar las mentiras que mi madre soltaba por la boca cuando alguien nos paraba para decir hola:
— Vine en cuanto me enteré del accidente de nana— aseguraba ella. — La pobre ya está mayor y quien mejor para cuidarla que yo.
Las atracciones no estaban mal del todo: estaba el típico tiovivo, el canguro y los coches locos. Fue en esta última atracción en la que, a pesar de la música de reguetón, escuché una voz familiar que llamó mi atención:
— ¡Déjanos en paz!— gritó la inconfundible voz de Sol.
Corrí hasta la parte trasera de la atracción y allí estaba Sol, enfrentándose a tres chavales con pinta de tener edad suficiente para ir al instituto.
Su primo Darío estaba temblando, escondido detrás de ella.
— ¡Mira como tiembla el cabeza zanahoria!— afirmó el que llevaba una gorra roja.
— A mí me recuerda más a una gallina la verdad— objetó otro de pelo rubio y demasiado largo.
El tercero en discordia era un regordete con cara de bobalicón, que se limitaba a reírse a carcajadas de los insultos que soltaban los otros dos.
— ¡Ey! ¡Dejadlos tranquilos!— grité poniéndome entre los matones, Sol y su primo. — ¿De qué vais tíos?
Los tres rieron al ver como ponía los puños en alto.
— ¡Mira este crío!— exclamó el gordito tomando al fin partido. — ¿No creerás que podrás con nosotros verdad, flaquito?
— Déjalos tranquilos— volví a repetir sin moverme un centímetro. — ¡Tío, que son solo unos niños!
— Es que siempre me han caído mal— aseguró el de la gorra. — Sobre todo la coletas esta. Va por ahí tan feliz, acompañada de esos tíos raros, a los que llama papa.
— ¡No son raros!— gritó Sol poniéndose a mi lado. — ¡Son mis padres!
— ¿Cómo van a ser dos tíos tus padres?— preguntó a carcajadas el rubiales. — ¿Eres su mascota, a que si?— inquirió el de la gorra. — ¿A que eres la mascotas de los raritos? Mi abuelo dice que te recogieron de un vertedero o algo por el estilo.
— Corre— le pedí a Sol, justo antes de atizarle un puñetazo al de la gorra en toda la cara.
El gordito intentó ir detrás de Sol y de su primo. Sin embargo, los niños fueron mucho más rápidos y no tardaron en ocultarse entre la multitud.
Solo tuve que forcejear unos segundos más con los otros dos, hasta que apareció un grupo de adultos, entre los que estaba Don Claudio, Mario, Diego, mamá y nana.
— ¿Se puede saber en que estabas pensado?—preguntó mamá medio gritando una vez de vuelta en casa.
Por fortuna o por desgracia, aquellos tres matones eran conocidos en el pueblo por haber causado más de un destrozo cada vez que se juntan en la feria. Por lo que todos me creyeron cuando les conté; que los pillé maltratando a Sol y a Darío.
— Hizo lo correcto al defender a los niños— apuntó nana entrando en el salón con un cubo de hielo y una gasa.
Tenía la mano inflamada a causa del puñetazo; pero según Don Claudio que aseguraba ser un experto gracias a su experiencia como enfermero en sus años de mili, no tenía ningún hueso roto. Solo necesitaba algo de hielo y un poco de yodo para las heridas de los nudillos.
— Pero no tenía que haberse peleado con esos matones— objetó mi madre. — ¿Es que ya se te ha olvidado los problemas que has tenido en el colegio, por provocar peleas que no venían a cuento?
Bajé la cabeza avergonzado, en parte porqué mamá tenía razón y también porque no quería ver la decepción en el rostro de nana. Ella sabía parte de los problemas que había tenido en el colegio; pero el tema de las peleas había quedado como un secreto entre mis padres, el director y yo.
Serían las dos de la mañana cuando me levanté, cansado de dar vueltas en la cama. Asomé la cabeza al pasillo y vi que en la habitación de nana aun había luz.
Me detuve frente a la puerta entre-abierta. No estaba seguro si nana querría verme.
— ¿Vas a quedarte ahí, como una estatua toda la noche?— preguntó la voz de nana desde el interior.
Al entrar en la habitación descubrí a nana medio tumbada en un lado de la cama, dejando espacio suficiente para alguien más.
— ¿Cómo sabías que iba a venir?—pregunté tumbándome a su lado.
— Mis superpoderes de abuela que son ilimitados— respondió acariciándome el pelo.
— Siento mucho lo que ha pasado, de verdad— dije mirándole a los ojos. — No debería haber reaccionado así. Tendría que haber cogido a Sol y a Darío del brazo y habérmelos llevado a un lugar seguro. De sus bocas sólo salían palabras estúpidas y frases sin importancia.
Nana me miró y sonrió lo que, inmediatamente alivió la presión que sentía en el pecho. No estaba enfadada conmigo y tampoco decepcionada.
— Un hombre muy sabio dijo una vez: “Los palos y las piedras podrán romper mis huesos; pero las palabras nunca podrán herirme”
— Eso no es verdad—respondí antes de que nana pudiera replicarme.
— Tienes razón, no es verdad — me re-afirmó nana. — Las palabras pueden doler más que un puñetazo.
Entendí lo que nana quiso decir al instante y le prometí que por la mañana iría a ver como estaba Sol.
— ¿Nana? ¿Me cantas la canción?
Nana asintió y me acurruqué entre sus brazos para sentirla más cerca.
— Es una canción Mexicana, que medio re-inventé cuando tu madre era solo un bebe. Creo recordar que era así:
"Estas son las nochecitas, que cantaba el rey David.
A los muchachos bonitos se las cantamos así:
Duerme Ángel divino, mira que ya anocheció.
Que los pajaritos callan, la Luna ya apareció.
Las estrellitas han salido y el búho ya despertó.
Para cantar a la Luna, una dulce canción."
Me cantó aquella canción un par de veces más, hasta que al final me dormí.
Apenas habían pasado cinco minutos de las ocho de la mañana, cuando nana me despertó zarandeándome. Estaba muy asustada.
— ¡André vamos, levanta! ¡Sol se ha escapado de su casa!
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Continuará…