(c) 2018 Rocío Cumplido González
Capítulo 2: Una historia que contar
Nana Nati irrumpió en mi habitación a las siete de la mañana. Corrió a cada lado las cortinas y abrió las ventanas, dejando que la claridad y la brisa entraran.
— Te he dejado el desayuno preparado en la cocina. En cuanto termines ve a donde las gallinas para que te explique lo que tienes que hacer.
Me cubrí la cabeza con la sabana. La luz me cegaba y además, esas horas de la mañana, el aire era más frío que fresco.
— ¡Venga ya niño, que yo llevo levantada desde las cinco!
Con un rápido movimiento de ninja, nana me destapó.
— A quien madruga, Dios le ayuda. Vamos levántate, así aprovecho y te cambio las sabanas.
Mamá alguna vez me contó lo testaruda que podía llegar a ser nana; pero nunca había dado mucha credibilidad a sus palabras:
— ¡Que exagerada eres mamá!— le dije cuando me explicó cómo su madre, (nana Nati) consiguió que dejará de dormir con una luz encendida al lado de la cama:
— A los cinco años tenía pesadillas y para dormir encendía la luz de la mesita. La factura de la luz subía y subía. Por lo que un día, nana Nati decidió quitarme la manía.
Antes de irme a dormir y sin que yo lo supiera, nana desenroscaba un poco la bombilla. Cada noche la habitación se quedaba más a oscuras; hasta que una noche la desenroscó del todo y la escondió. ¿Te puedes creer que no me la devolvió, hasta que tuve que estudiar para los exámenes de selectividad?
Quizás por eso pensé que por el momento era mejor seguirle el juego:
— Si le sigo el rollo y le ayudo en un par de cosas, quizás me deje libre en una hora.
A las diez y media aun me tenía esclavizado. Justo detrás de la casa estaba lo que nana llamaba campo. Solo era un trozo de tierra con unos pocos metros cuadrados; pero eran suficientes para necesitar horas de trabajo.
Ya había recogido los huevos, dado de comer a las gallinas y regado el huerto cuando una voz familiar me asustó por detrás:
— Hola ¿Quieres ir conmigo hoy a ver cómo bailan los peces?
Y ahí estaba de nuevo Sol, con sus vaqueros ya manchados. De alguna manera se había colgado boca abajo. Se balanceaba de un lado al otro con las piernas enroscadas en la valla de madera y se estaba manchando las coletas de tierra.
— Te estás ensuciando—le advertí. — Verás cómo te va a regañar tu mamá, si hoy no te toca lavarte el pelo.
— Yo no tengo mamá.
Sol dijo aquello como si fuera verdad; pero de repente me acordé:
— Me estas mintiendo—afirmé convencido. Sabía que mi fuente de información (nana) no me había mentido. — Nana me dijo que tus padres viven en el pueblo y que son carpinteros.
— ¡Yo no digo mentiras!— gritó la niña. — ¡Lo que te dijo nana Nati es verdad y también es verdad que no tengo mamá!
— ¿A que vienen esas voces?
Nana se había acercado al huerto, alertada por los gritos de Sol. Noté que estaba cojeando. — ¿Qué le había pasado?
Si no hubiera estado tan enfadado por haberme levantado tan temprano, tal vez se lo hubiera preguntado.
— ¿Te has metido con ella André?
— ¡Yooooo!
Ahora era nana la que se había pasado de la raya. — ¿Cómo podía ponerse de su parte? Se supone que ella era “mí” abuela.
— ¡Yo no le he dicho nada!—protesté. — Es esta mocosa la que no deja de soltar mentiras por la boca.
— ¡Yo no digo mentiras!—gritó de nuevo Sol. — Nana yo solo le he dicho que no tengo mamá.
— ¡Pero a mí nana me dijo anoche que vives con tus papás!
— ¡Es que eso es verdad!— Sol gritó tanto, que hasta las gallinas se asustaron.
— ¡Basta ya!— ordenó nana. — André Sol no es una mentirosa, la culpa es mía por no explicarme bien.
Nana miró a Sol con ojos de abuela y eso me fastidió. A ver… ¿quién era su nieto ella o yo?
— Veras André, Sol es verdad que no tiene mamá; pero sí tiene dos papás. Son los dueños de un taller de carpintería a las afueras del pueblo. Muy buena gente, deberías conocerles.
Por segunda vez en mi vida me quedé sin palabras. No por lo que dijo nana. En el colegio ya había conocido a muchos niños y niñas con dos papás o dos mamás. Es que estaba avergonzado. Sabía que ahora nana me obligaría a disculparme por haberla gritado.
— ejem, ejem. — que había dicho…
— Lo siento— dije rindiéndome ante la mirada impaciente de nana.
— Te perdono si vienes a ver como bailan los peces.
Sol puso esos ojitos de cordero degollado, que ponen todos los niños cuando quieren conseguir algo.
— No se creerá que conmigo eso va a colar, ¿verdad? — Esos trucos solo funcionan con la gente muy mayor…. ¡Ay Dios!
— ¡Qué gran idea!—exclamó nana, cayendo directa en su trampa— André ya has trabajado demasiado, vete con Sol y diviértete un rato.
Estaba claro que su definición de diversión no se acercaba, ni de lejos a la mía.
— ¿De verdad no necesitas mi ayuda en nada más?
Le imploré con la mirada para que me encomendara cualquier otra tarea, ¡lo que fuera! Con tal de no pasar más rato con ese monstruito manipulador de abuelas.
— Todo está bajo control— afirmó nana, confirmando que mis ojos no tenían el mismo poder de persuasión que los de Sol. — Pasadlo bien y coged un par de helados en el bar de Don Paco, que ya iré yo luego a pagarlos.
— Espero que las atracciones de la feria merezcan la pena— pensé mientras andábamos hacía el lago.
Antes de llegar al sendero, paramos en el bar de Don Paco y pedimos los helados. Nunca me dejó de sorprender la cantidad de sabores que tenía aquel pequeño bar. Sol se pidió un polo de mango y yo, fiel a mis gustos desde los cinco años, uno de Coca-Cola.
Lo más peligroso del camino era un pequeño tramo de carretera en el que había que mirar veinte veces antes de cruzar y una vez al otro lado, seguir el sendero hasta el lago.
El camino estaba cubierto de maleza y si no tenías cuidado podías arañarte las piernas.
— ¡No seas marrano!— me regañó Sol, cuando lancé por encima de su cabeza el palo del helado.
Refunfuñando, recogió el palo de madera y se lo guardó en el bolsillo del pantalón.
— El campo es un regalo, no tu basurero privado.
Un par de minutos después llegamos al lago. A un lado de la orilla había alguien pescando. Sol le saludo con la mano; pero este no le hizo el menor caso. Eso me animó, al fin conocía a alguien mayor que no se rendía ante los ojitos tiernos de Sol.
— Es algo huraño— afirmó la niña acercándose a la orilla. —Algún día, cuando esté de buen humor, le pediré que me cuente su historia.
— ¿Su historia? — pregunté.
— Todo el mundo tiene una historia que contar. Cosas de verdad, que no aparecen en los cuentos y que con el tiempo se olvidarán. Aprenderé mil historias y cuando sea mayor, se las contaré a todo el que me quiera escuchar. Así esos recuerdos nunca desaparecerán.
— ¡Menuda estupidez!— afirmé riéndome en su cara. — Nadie puede aprenderse de memoria tantas historias.
— Y no lo hago— confesó. — Si consigo que alguien me cuente una historia, la repito al menos diez veces para que cuando lleguen mis papás no se me olvide. Ellos se turnan para escribir en un cuaderno todo lo que les cuento. En eso papá Mario es el mejor. De mayor quiero escribir tan bien cómo él.
Confieso que sentí algo de envidia al escucharla hablar de uno de sus padres, lo hacía con tanto amor, respeto y admiración. Recordé que yo una vez también sentí eso:
— ¿Hacía ya tanto tiempo?
— ¡Mira André!— exclamó Sol, sacándome de mis pensamientos. — ¡Los peces! ¡Están bailando!
En ese momento, por algún motivo decidí dejar volar mi imaginación y creerla. Miré al lago y vi a los peces bailar. Parecían hacerlo al ritmo de una música que sólo ellos podían escuchar.
A pesar de que mi profesor de naturales aseguró a mis padres que no prestaba atención en clase (y los garabatos en los bordes del cuaderno le daban la razón…) la verdad es que algo debió de quedarse grabado cuando descubrí que podía reconocer a una de las especies.
— Ese es un Lucio— aseguré al ver su cuerpo alargado y escamas verdes. También reconocí a los pequeños Salinetes y Ruivacos. Iban en dos grupos y por su forma de nadar (o como decía Sol bailar) parecían que se estaban retando a pelear.
— Ese es mi favorito— me dijo señalando a un pez entre las rocas del fondo. Según como le iluminara el Sol, sus escamas cambiaban de color. Pasando del naranja al amarillo; pero lo más bonito era el tono turquesa del lateral que imitaba al color del mar. — ¿Sabes que ese pez se llama Sol? ¡Igual que yo!
Durante el camino de vuelta, me ofrecí a acompañarla a su casa. Intenté convencerme a mí mismo que lo hacía única y exclusivamente por mí. Para ganar más puntos con nana antes de la feria. Pero la verdad era que quería saber dónde vivía esta niña tan peculiar con la que, en contra de mi buen juicio y voluntad, me había empezado a encariñar.
Continuara…