(cc)2022 Rocío Cumplido González #relatojuvenil #relatocapitulos #cuento #hadas
Bonita
Capítulo 2
— Ni una luciérnaga a la vista—pensó Nia al sacudirse las manchas de tierra de las piernas. Aunque la peor parte, se la habían llevado sus brazos. Las hojas de suculenta le provocaron alergia y como no había parado de rascarse, ahora estaba llena de arañazos.
—
¿Cómo
voy a explicarle esto a Jana? —dijo sin alzar demasiado la voz. No estaba
segura de que las personas altas, se hubieran ido a la cama. Además, hablar
sola es algo muy raro, pero por algún motivo no podía evitarlo.
Aunque no le apetecía volver a su refugio, Nia
alzó el vuelo y se alejó de la casa, siguiendo el camino de sombras que formaban
los edificios.
—Mañana
lo volveré a intentar—pensó. Era la quinta noche seguida que había ido hasta
allí, para escuchar al hombre alto y mayor contar ese cuento. Pero siempre pasaba
algo: o la niña se quedaba dormida o la madre les interrumpía.
—
¡Aún no he podido escuchar el final! —se quejaba al girar en la esquina de la
librería “Entre borrones y líneas”. Y era verdad. Cada vez
que el buen hombre llegaba a la frase. “La niña se
quedó sola, llorando desconsolada, parecía que las lágrimas no se acababan”, tenía que parar. Nia intuía que ahí, era cuando el
cuento iba a peor. Más cosas malas tenían que pasar antes del final. No
obstante, estaba segura de que la historia tendría un final feliz. Todas lo
tienen, ¿verdad?
Como aún no estaba preparada para entrar, aterrizó entre
las ramas del naranjo que había plantado frente al refugio. Así lo llamaban Nia
y los suyos. Y sin duda, para ellos era el escondite perfecto. ¿Una casa en
ruinas y abandonada, en la que todo el mundo siente un escalofrío solo al pasar
caminando? ¿Qué mejor lugar para ocultar a una tribu de hadas, mientras esperan
para volver a su verdadero hogar? Y que justo enfrente estuviera la residencia
de ancianos, también ayudaba. A los residentes les encantaba contar anécdotas sobre
la casa donde a veces, en mitad de la noche, se veían luces y escuchaban voces.
— Cuando tenía siete años—contaba un hombre de más
de setenta, — mis amigos me retaron a entrar en la casa. Tenía que aguantar
cinco minutos enteros y salir de allí sin llorar y con un suvenir. No pude
hacer ninguna de las dos cosas. Me adentré todo lo que pude. Llegué hasta el gran
salón y entonces lo vi. Era solo un juguete, muy pequeño, como esos antiguos
soldaditos de plástico. Pero justo cuando iba a cogerlo, se iluminó como una
bengala y salió volando. Era lo más bonito y aterrador que había visto nunca. Entre
sollozos se lo conté a mis amigos, pero estos no me creyeron y aún hoy día, me
siguen llamando “el niño
que salió corriendo”.
Sin embargo, no todos en la residencia parecían
creerse esas historias. Sobre todo, Doña Adela. Una residente que estaba
dispuesta a demostrar que todos esos disparates que contaban los demás, tenían
una explicación científica y muy “normal”.
— No descansaré hasta descubrir la verdad—solía
decir.
Esa era otra de las razones, por las que Nia se
escondía entre las ramas del árbol. Para asegurarse que Doña Claudia no estaba haciendo
guardia desde la ventana de su habitación, observando la casa a través de sus prismáticos.
Pero el verdadero motivo, era que aún tenía que pensar, que le iba a contar a
los demás.
Una cosa estaba clara. De una forma u otra tenía
que decir la verdad. Las hadas no pueden mentir. Si un hada miente, al poco
tiempo, esa hada muere.
Nia no esperó más. Alzó sus alas color violeta y entró
en la casa a través de una de las grietas de la pared.
Como imaginaba, Jana, la líder de la tribu, estaba
esperándola. Su mirada decía que quería respuestas y Nia sabía que no se
conformaría con cualquiera.
Continuará…
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